Mi pradera gris asfáltica

No poseo el ancestral regalo de un verde horizonte o de un horizonte azul centelleante. Mi imaginario está lleno, en cambio, de autobuses comunes plagados de mujeres lectoras con sus bolsas del almuerzo, funcionarias, jóvenes administrativas, señoras de la limpieza de mediana edad y alguna abuela que acude a su puesto de auxilio familiar. Siempre hay dos o tres hombres para testimoniar que trabajan tan insultantemente cerca del trabajo que no merece la pena sacar el coche.
Hay mujercitas españolas pero también rotundas caribeñas con sombrero. Las damitas van bien coloreadas con sus bolsos y complementos, con sus ediciones de bolsillo, con sus bolsas de papel con el tupper y una rebequita por si, a causa del a/a, refresca.
En mi paisaje interior no hay, por ende, henares ni eras. Están, en cambio los jardines del BBVA, de la Casa de América, de la Biblioteca Nacional y el Hotel Villamagana. A mí, más que a Tita Cervera debería doler la tala de los árboles del Paseo del Padro, pues es ese mi bosque encantado.
Es mi epopeya una causa sin héroes porque a quienes premió mi mundo les gusta más sus plazas de aparcamiento reservado y pocas veces, quizás jamás, compartiremos autobús o parque o tartera. Los premiados no deambulan, están recluidos en acristaladas salas hasta el mes de agosto en que empaquetan pertenencias y huyen, preferentemente a un barco en medio del mar.
En mi pradera gris asfáltica hay personas que corren para atrapar el escurridizo autobús, que acuden decididos a sus puestos a los que llegan tarde, a los que ya no llegan.
Somos los normales urbanos, los que tiramos del carro indicados por un conductor debidamente pertrechado de látigo y plástica zanahoria importada de china, que ni sabe a zanahoría, ni es, en realidad, una zanahoria.

Comentarios

  1. Susana escribes de lujo, sigue así, abrazos

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  2. Muy bueno, sigo siendo tu fan nº 1...

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  3. He tratado, siguiendo consejos míticos, encontrar estadísticas por sexos sobre el uso del transporte público. Imposible gente, una prueba más de la invisibilidad estadística de las mullieres. Seguiremos indagando porque empíricamente la realidad canta como Concha Buika.

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