El tránsito de mi cuerpo en la puerta giratoria
Hoy es otra puerta, otro día, otra década, otro edificio más alto, con más ascensores, otro distrito, otra luz, otro cielo. Pero el mismo cuerpo poroso en exceso a merced de la misma sustancia nociva, la misma injusticia y la misma parsimonia con la que engullen nuestras almas (si es que tal cosa existe, que diría Comeanises que no, y yo diría que ojalá que sí). Lo pensé la primera vez que me aposté frente a la puerta giratoria de una torre similar, con similares habitantes y normas y portátiles al hombro, hace años, mientras esperaba a Elena apoyada en un coche y desconocía por completo las reglas que años más tarde me habrían vapuleado sin asomo de duda. Y ya entonces sabía con rotundidad que no era mi sitio. Ahora, como una hormiga cargada de razones y de la exultante dignidad de los pequeños, me detengo a observar mi próximo despegue. Obligada por la sombra del rechazo a inventarme otro mundo, tomar carrerilla desde los confines de mi experiencia, que es más larga, más rica, má