Una casa con cortinas
Hoy he vuelto a la bici, tal vez
acuciada por la inminente ingesta de torrijas pero también alentada por la
primavera que da un respiro al frío, los vientos y las lluvias. Además, la bicicleta es un método excelente para la reflexión porque te
concede un horizonte largo y porque despega, a la par, pulmones y mente.
El caso es que hace una semana,
en la reunión de sociólogos a la que me invitan desde hace años (todos, por
cierto, gentes más ilustradas y prudentes que yo,) salió el tema de la
confianza como elemento de amalgama social. En el sentido de que, se supone
que, cuanto mayor es el grado de confianza entre las gentes de una comunidad,
mayor es el potencial de agencia de la sociedad civil. Es decir, una sociedad
es más civilizada, más activa y más relevante, cuanto mayor es el grado de
confianza que los unos tenemos en los otros (se entiende que porque cumplimos y
somos dignos de ella). Y esto en términos socio-políticos equivaldría a convertirnos
en un quinto poder colosal (pero, a diferencia del “pueblo” para los
populismos, tendríamos voz, o mejor voces propias y no andaríamos aborregados
detrás de un líder o de varios)
En aquella conversación sobre
confianzas, como suele ocurrirme, hablé de más, me lancé a conjeturar deprisa,
algo enormemente osado en un contexto de sabios científicos, basándome únicamente
en la observación participante, o sea, en mi experiencia de observadora de la
tribu.
Siempre que lo hago me siento después
algo torpe y culpable, pero también siempre recaigo en el asunto porque, como
el escorpión y la rana o la misma piedra, es mi naturaleza y mi tropiezo
habitual. Pese a ello, como esto no es una tesis doctoral sino una reflexión de
bicicleta, creo que puedo permitirme la licencia de seguir desarrollando el
tema straight ahead. Y el tema para mí era que el déficit de confianza que señalaba la encuesta,
a mon avis, aparecía sobrevalorado,
porque el español, es así, no hace falta ser Confucio, suele hablar mal del
otro si le preguntas pero, en la práctica, confía más de lo que dice o en otras
palabras confía “en el fondo”. ¿Por qué? Mi teoría es que, como suele ocurrir,
funcionamos con clichés, algo que ayuda al proceso cognitivo y evita tener que
hacer un ejercicio de hipótesis y falsación popperiano cada vez que uno opina
de algo. Y la cuestión es que nuestro cliché del otro es, en buena medida,
caricaturesco y muy superficial. Ese es un signo de españolidad. Pero no el
único.
La simplificación crítica es, en
efecto, un rasgo que nos compaña en todo, en la imagen de la democracia y su
ejercicio, en la opinión pública y publicada y en las sobremesas de las casas y
los cafés con las amigas (bueno, pensándolo bien, en los cafés de las amigas es
probable que se profundice más que en el otros foros pretendidamente más
académicos…las tertulias de hombres son otra historia…)
Bueno que me voy. Que vuelvo. Entonces,
cómo somos realmente los españoles. ¿Confiamos algo más que menos o viceversa?
¿Cómo es posible que nos guste rozarnos, amontonarnos, hablar y reír juntos y
luego nos cobijemos en nuestra casa con cortinas cerradas a salvo de las
miradas de los otros? ¿Cómo es eso de ser a la vez muy abiertos y muy cerrados?
Para comprenderlo, de todas las
teorías de mi querido Víctor Pérez-Díaz, esas mismas que suelo aberrar cuando
las analizo en modo olfativo, me quedo en esta ocasión con la que versa sobre
el papel predominante de la familia en España o lo que es lo mismo, el
familismo español como elemento sociológico clave para entender nuestro
comportamiento social.
Me sirve porque explica por qué
somos “desconfiados” o atribuimos escasa reputación al otro (el vecino, el
fontanero, el taxista o el político) pero también por qué lavamos en casa todo
trapo sucio que haya que limpiar y por qué acudimos en socorro de hijos o
hermanos caiga quien caiga y sean estos culpables o inocentes de su situación.
Ergo, por qué somos más exigentes con los de fuera que con los de dentro y
somos exhibicionistas con lo ajeno pero pudorosos con lo propio.
En definitiva, la teoría de la bicicleta
funcionaría así: la confianza es plena con la madre, pongamos por caso, pero se
va diluyendo a medida que ampliamos el círculo ad infinitum. Porque cerca del núcleo
sí confiamos, confiamos en la elección de médico por referencias próximas, en
la peluquería de siempre, en la marca de casa “de toda la vida”, confiamos en
los amigos de nuestros amigos y en las empresas de los amigos de nuestros
amigos, en todos esos elementos que huelan a familiar. Y en sentido contrario,
lo que se salga del círculo nos huele a chamusquina. Vete tú a saber esos en
qué andarán metidos…
INCISO A PARTE: Por razones como
las expuestas, el conocido capitalismo de amiguetes, por ejemplo, posee un fuerte
anclaje social allí donde la familia funciona como en España y en sentido
inverso, sólo la globalización podrá romperlo a través de estrategias abiertas
como la venta on-line y la internacionalización de las empresas.
Porque la cercanía física es
clave en nuestro país. Alguien a quien pondríamos a parir en un bar, se
convierte pronto (pongamos tras unas cañas, un trayecto en tren o un Paquito el
chocolatero) en un “colega” que es la excepción que confirma la regla de los
fontaneros, los taxistas y los políticos. Y llegados a este punto, ¿cuál es la conclusión
social? ¿Tenemos un problema como se apuntaba en la discusión sociológica o
tenemos remedio? ¿Es la nuestra una
versión social incívica o por civilizar o, por el contrario, una versión mediterránea
ordenada, sí, pero según unas reglas basadas en la cercanía afectiva?
Yo, probablemente, siguiendo a mi
pituitaria, creo que es más esto último. En conclusión, creo que somos,
podríamos decir, un país de gentes majas, criadas con amor por nuestras
familias, confiadas en buena medida, pero proclives a la lealtad al círculo
próximo que, a menudo nos protege. Por es eso nuestra movilidad geográfica es escasa
y, en parte, por eso nuestra emancipación es tardía o indefinidamente
pospuesta.
Somos majetes, de eso no hay
duda. En eso quiero complacer a Rajoy hablando bien de España. Pero no nos
vendría mal tampoco abrir un poquito el círculo y viajar socialmente a lugares
y círculos distintos de los que a cada cual nos haya correspondido. Y eso va
de viajar de abajo a arriba y de arriba abajo. Porque eso de viajar, es un consenso
básico, abre la mente mucho, más incluso que la bicicleta. A mí me ha ido bien. Pero eso ya es otra
historia.
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